La Casona

Salustio Godoy

10/1/20252 min leer

La gran casa de campo del amable y cariñoso abuelo de mi novia es famosa, una herencia de colonos que se alza en la zona central de Chile desde hace más de 150 años.

Don Romualdo vive solo hace más de 40 años, enviudó y cargó con tres hijos la soledad. Ganadero de oficio y negociante de profesión, logró seguir adelante tras el abandono de su mujer. Mi novia me contó que su abuela fue una mujer adelantada a su época. Pese al machismo de esos años, decidió dejar a su marido y huir con un extranjero de paso. Los del pueblo la vieron feliz con su rubio enamorado, despidiéndose, mientras el doliente abuelo, loco de ira, se emborrachaba en la cantina.

Hoy me tocó visitar la casona por primera vez; pasaremos la noche aquí en esta, mi primera fiesta “familiar”.

Entrada la cena, me hice el educado: fui a la cocina, caminé por el pasillo hasta la bodega y sin problemas traje cuatro botellas de vino. Los invitados, al verme llegar, celebraron animosos.

No sé si fueron los aplausos o mis nervios, pero por un segundo vi otra imagen: no la mesa larga llena de familiares de mi novia, sino un cajón de madera café claro que la reemplazaba. Dentro de él, el féretro de una novia. Pestañeé rápidamente y la imagen de la cena volvió a mis pupilas.

Esa noche no la pasé muy bien: soñé con la abuela de Elizabeth. La vi en mis sueños caminando por el jardín bajo la sombra del árbol que adornaba el patio. La vi plena, llena de vida y radiante. Sus cabellos rubios brillaban con destellos dorados y su mirada de profundos ojos azules me enamoraron. Su sonrisa pícara y juguetona me invitaba a adentrarme en sus memorias y deseos. Embobado, traté de acercarme, pero en mi sueño no logré llegar a ella. La amé desde que la vi y no puedo sacarla de mi cabeza. Ahora entiendo a don Romualdo, el amor que sentía por ella y pese a que lo cambió por un cualquiera, no la pudo olvidar.

Extrañamente, desperté en el patio, con las rodillas embarradas y las manos sangrantes. Mi novia me gritaba desesperada que me detuviera, mientras yo, sonriente, cavaba sin poder detenerme. El cuadro fue aterrador: todos los invitados, aun en pijamas, me miraban con lástima y asombro. El silencio fue quebrado por un grito de dolor de don Romualdo, cuando él y los demás notaron que, en el agujero frente al árbol del jardín principal, mezclado entre el barro y la sangre de mis manos, un traje de novia envolvía unos pocos huesos blancos que, desordenados, brillaban en la noche.